domingo, 12 de enero de 2014

Capitulo 7

No lo pensé —murmuró ella, abatida por la furia apenas reprimida que había en el tono de él. El amante de unos momentos atrás había desapare­cido, y en su lugar había un hombre desnudo y airado. Paula no entendía qué había hecho mal.
—¡No lo pensaste! —se burló Pedro, moviendo la cabeza disgustado.
Ella carecía de defensa. No podía evitar haber sido virgen, y en ningún momento se le había pasado por la cabeza mencionarlo. La dominó una mezcla de bochor­no y humillación.
—Es evidente que cometí un error —comentó con voz apagada y labios trémulos; de pronto sentía unas ganas desesperadas de llorar.
—Yo sí lo cometí —murmuró con los dientes apre­tados mientras comenzaba a vestirse—. Una virgen — ceñudo, contempló el cuerpo desnudo de ella en la cama—. ¡Cúbrete, por el amor de Dios!
      La luz eléctrica, que antes no había molestado a Paula, en ese momento le pareció un foco centrado en su desnudez. Se sentó y se subió la sábana hasta el mentón.
—Lo siento —pero no se disculpaba con él, lo sen­tía por sí misma, la reacción de Pedro había converti­do lo que creía una experiencia maravillosa en algo vulgar y vergonzoso. En ese momento lo vio con clari­dad. Pedro había querido una aventura de verano, y ella, pobre tonta había creído que era amor, algo ver­dadero...
—Lo sientes. ¡Lo sientes! —rugió él—. ¿Qué hay de mí? ¿Es esperar demasiado que tomes la píldora o puedo recibir una demanda de paternidad dentro de unos meses?
En cuanto las palabras salieron de su boca, supo que estaba siendo cruelmente injusto. Él debería haber utilizado protección. Pero el deseo lo había dominado tanto que por primera vez en la vida lo había olvidado. No solo había perdido el control, sino que le había arrancado la virginidad sin siquiera proporcionarle sa­tisfacción sexual, algo en lo que por lo general no falla­ba con sus amigas. Era un golpe terrible a su ego. Ne­cesitaba pensar, y no podría hacerlo con Paula sentada en la cama como una muñeca rota.
—Lo siento... —extendió una mano hacia ella—, no debería haber dicho eso —fuera o no una cazafortunas lista, no se merecía su ira.
¡Embarazada! ¡Paternidad! Mientras ella había pen­sado en el amor, él había estado contando los costes. Se quedó pálida; tuvo la horrible convicción de haber co­metido el mayor error de su vida. ¿Cómo había podido ser una tonta tan descuidada e ingenua? Le apartó la mano y salió por el otro lado de la cama. Se envolvió el cuerpo tembloroso con la sábana y lo miró con ojos du­ros y apasionados.
—Oh, por favor, no te disculpes, no podrías sentirlo tanto como yo —sin prestarle atención, se dedicó a re­coger su ropa.
Él la alcanzó cuando llegaba a la puerta.
—Espera —la agarró de una mano y la hizo girar para que sus miradas se encontraran.
—¿Para qué? ¿Para repetir la actuación? No —es­petó, conteniendo el impulso de arrojarse a sus brazos y llorar. Estaba enfadada y avergonzada, y físicamente irritada, y con su sueño de amor destrozado. Pero había aprendido la lección.
—No —esbozó él una sonrisa carente de humor—. No soy un completo monstruo, Paula, aunque creo que ahora te costará no creerlo. Adelante, vístete, y luego hablaremos. El cuarto de baño está por ahí —indicó la puerta con un dedo.
Cinco minutos más tarde, lavada, vestida y de pie delante del espejo del tocador, se arregló el pelo con los dedos. Se mordió el labio para evitar llorar. La que debía haber sido la noche más perfecta de su vida, ha­bía terminado siendo la peor.
Una llamada a la puerta la sobresaltó.
—Paula, ¿te encuentras bien?
La nota de preocupación en la voz profunda fue como frotar sal sobre una herida.
Paula respiró hondo, irguió los hombros y trató de plantar una sonrisa cínica en la cara.
—Ya voy —entonó. Bajo ningún concepto iba a de­jarle ver lo mucho que la había herido. Aunque no era fácil.
     Al entrar en el dormitorio, la abofeteó el fiero apetito sexual que había sentido nada más verlo. Se dijo que no era justo. Estuvo a punto de gemir. El perfil cincelado, con la adorable desviación de la nariz, los pómulos altos y la boca firme y sensual le atenazaron el estómago. El apetito que sentía por él no había disminuido, ni siquiera después de que él dejara bien claro que ya no la deseaba. «¿Dónde está tu orgullo?», se preguntó. Irguió los hombros, se secó las palmas húmedas de las manos en las caderas y caminó hacia él.
—Te llevaré a casa —indicó Pedro con voz serena, sin mirarla.
No llevaban más de diez minutos silenciosos en el coche cuando la tensión que martilleaba los nervios de Paula le provocó un fuerte dolor de cabeza. Miró a Pedro de reojo. Tenía las facciones oscuras sosegadas, como si no le importara nada en el mundo. «Y así es», se dijo. Estaba convencida de que había obtenido algo de satisfacción física de la velada. Aunque en otros sentidos ella hubiera sido poco adecuada.
—No has respondido mi pregunta. El tono de voz controlado de Pedro pareció atacar­la desde la oscuridad. Giró la cabeza.
—¿Qué pregunta?
—¿Tomas la píldora o existe la posibilidad de que te hayas quedado embarazada?
—No, y es muy improbable —expuso sin rodeos, res­pirando hondo al tiempo que cruzaba los dedos. Se enco­gió cuando una mano grande aterrizó sobre su muslo.
—Si surgiera la necesidad, yo cuidaré de ti, Paula —dijo él, aunque el tono daba a entender que preferiría que no sucediera.
—No habrá necesidad —furiosa, le apartó la mano de la pierna y bendijo la oscuridad para que no pudiera ver el color que le tiñó las mejillas—. Puedo cuidar de mí misma.
—¿Cómo hiciste esta noche? —soltó él con aspereza.
—Cállate y conduce —espetó ella, no tenía fuerzas para discutir.
  Pedro detuvo el coche ante las puertas de metal, y se volvió para observar el cuerpo esbelto acurrucado en el rincón del asiento, lo más lejos de él que le era posi­ble. Sin maquillaje parecía tan joven, y la culpabilidad lo golpeó como un puño en el estómago.
—No era mi intención hacerte daño esta noche — experimentó el deseo totalmente nuevo de protegerla.
Las lágrimas no vertidas aguijonearon los ojos de Paula.
—No lo hiciste —logró decir, y evitó su mirada mientras se desabrochaba el cinturón de seguridad.
—Lo hice y lo siento. Pero me pillaste despreveni­do. Pensaba...

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