viernes, 24 de enero de 2014

Capitulo 17

-Buenos días, cara -saludó Pedro mientras dejaba una bandeja cargada con café y una selección de pastas y bollos en la mesita de noche. Fue hacia ella con expresión divertida-. Lamento meterte prisa, pero quiero llegar a casa al mediodía, si es posible -le besó los labios.
-Lunes por la mañana y la luna de miel se ha terminado -comentó Paula con dramatismo.
-No te preocupes, te ofreceré una luna de miel adecuada... cuando tú quieras. A las Maldivas, al Caribe. En cuanto nazca nuestro hijo y podamos estar solos -bajó la voz y le apartó un mechón de pelo de la cara-. Te lo prometo -susurró sobre los labios entreabiertos antes de volver a besarla-. Y ahora come, haz la maleta y vístete -con una palmadita suave en el estómago, giró en redondo y abandonó la habitación.
Renovada por el café y la comida, en cinco minutos se puso unos pantalones gris claro y un jersey azul de cuello vuelto. Se calzó unos cómodos mocasines negros y sobre la maleta apoyó una chaqueta de piel de color gris paloma. Se cepilló el pelo y estuvo lista.
-¿Preparada? -preguntó Pedro al entrar en la habitación y pasarle el brazo por la cintura.
-Supongo que sí lo miró con ojos nerviosos-. Espero caerle bien a tu madre...
-Te preocupas demasiado -bromeó-. Yo te adoro, y a mi madre le gusta lo que me gusta a mí -explicó con una inconsciente arrogancia. Se inclinó y recogió la maleta-. Vamos.
Si creía tranquilizarla de ese modo, se equivocaba. El sentido común le indicaba que ninguna mujer iba a estar encantada de haberse perdido la boda de su único hijo, para que luego apareciera con una esposa embarazada. Lo más que podía esperar era aceptación, y la primera semilla de duda arraigó en su corazón. Se preguntó si había hecho lo correcto al casarse con Pedro. Lo amaba, pero no sabía si el amor seria suficiente.
 
Paula miró por la ventanilla del Ferrari con cierta ansiedad cuando Pedro lo frenó en un enorme patio adoquinado en el exterior de la impresionante entrada de la mansión familiar. De camino se habían detenido a almorzar, pero ya no había modo de escapar a lo inevitable; iba a conocer a la madre de él siendo su esposa. Él bajó del coche y lo rodeó para abrirle la puerta.
-Bienvenida a la Casa Alfonso -señaló el enorme edificio con un gesto de la mano. Luego la tomó del brazo y la ayudó a salir del deportivo bajo-. Es evidente que no diseñaron el Ferrari para una mujer embarazada -sonrió al rodearle los hombros con un brazo-. A partir de ahora usaremos el Mercedes.
-Vaya casa -musitó. La estructura, que era un rectángulo abierto de tres plantas, era enorme. Las paredes pintadas de color ocre brillaban con tonalidades doradas a la pálida luz solar del invierno.
-Sí, mi familia es propietaria de estas tierras desde hace incontables generaciones. Alfonso  es un nombre muy antiguo y respetado -afirmó al conducirla a las escaleras que llevaban ante las sólidas puertas dobles, que un hombre bajito de cabellos blancos abrió como por arte de magia.
En un torbellino de presentaciones, Paula descubrió que el hombre se llamaba Aldo, y que su mujer, María, era la cocinera; había seis criados más cuyos nombres apenas asimiló, y por último una joven de unos dieciocho años, Anna, que sonrió con timidez cuando Pedro la presentó como su doncella personal.
La madre de él salió de una habitación situada a un lado del enorme vestíbulo con frisos de roble, y recibió a su hijo con un beso en cada mejilla. El saludo que le dedicó a Paula fue menos demostrativo.
-Lamento haberme perdido la boda, pero fue tan inesperada, tan rápida -los ojos oscuros, iguales que los de su hijo, se posaron en el estómago de Paula antes de alzar la vista con rapidez y añadir-: Bienvenida; sé que vosotros los ingleses estrecháis la mano -extendió una mano perfectamente acicalada.
-Gracias -murmuró Paula. Ruborizada, aceptó la mano que le ofrecía y esperó haber hecho los sonidos adecuados, sintiéndose intimidada por la mujer, la hilera de criados y la abrumadora grandeza del lugar.
Cinco minutos más tarde, sentada en un sofá de respaldo duro tapizado de satén, miró alrededor con asombro apenas contenido. Los muebles eran todos antiguos, y la magnífica chimenea de mármol era una obra maestra. Pero fue el techo lo que la hizo quedarse boquiabierta, ya que exhibía una pintura exquisita de una escena pastoral, con hombres y mujeres tendidos en diversas fases de desnudez, adornados con vides y flores.
-¿Paula? ¿Qué te apetece?
Apartó la vista de los asombrosos frescos y miró a Pedro. Se hallaba de pie junto a la chimenea; en la mano sostenía una copa que parecía contener whisky. Aldo, el mayordomo, se encontraba a unos pasos de distancia.
-Tienes prohibido el alcohol, pero, ¿te apetece café, o zumo fresco? Aldo espera.
-Oh, tomaré una taza de té, por favor -pidió lo primero que se le pasó por la cabeza. No se había dado cuenta de que la esperaban a ella.
-Eres tan inglesa -comentó la madre de Pedro con una leve risa-. Creo que nuestras costumbres van a resultarte extrañas.
Aldo se marchó tras la orden recibida por Pedro, quien luego se volvió hacia su madre.
-Tonterías, mamá. Paula aprenderá pronto. Contigo para enseñarle, ¿cómo no iba a ser así? -intercambiaron una mirada de mutua comprensión.
Durante un segundo, Paula se sintió marginada, y en absoluto segura de lo que se suponía que tenía que aprender de su imponente y elegante suegra.
Aldo regresó y le sirvió el té, mientras Pedro y su madre continuaban la conversación en italiano. Paula había tratado de aprender el idioma en los últimos meses con la ayuda de cintas, pero hablaban demasiado deprisa para que pudiera captar algo que no fueran unas pocas palabras.
De pronto unos ojos oscuros se centraron en ella.

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