—No te hagas el inocente conmigo, no te servirá de nada —soltó con determinación—. Pero estoy dispuesta a darte una oportunidad. No has llegado a robar nada, de modo que dejaré que te vayas, si prometes no volver más.
El hombre movió la cabeza sorprendido. Si la joven lo consideraba de verdad un delincuente, era extraordinariamente ingenua si creía que un verdadero ladrón se marcharía.
—¿Eso ha sido un no? —exigió Paula al verlo mover la cabeza—. Porque la alternativa es que te golpee en la cabeza con esta barra de hierro y que llame a la policía.
—No... sí—tartamudeó Pedro, olvidado por completo su sentido del humor al verla blandir la maldita barra de hierro sobre su cabeza. Estaba loca y él había perdido demasiado tiempo en el suelo admirando la vista.
Paula, que creía tener el control de la situación, vio que con una velocidad que desafiaba la gravedad, sus posiciones se invirtieron. Su cabeza golpeó el suelo y durante un momento vio las estrellas, y cuando su visión se despejó, se hallaba inmovilizada en el suelo. Tenía las manos sujetas encima de la cabeza por una sólida mano masculina y un cuerpo grande a medias sobre ella, con una larga y musculosa pierna cruzada sobre sus extremidades finas.
—¡Suéltame, bruto! —gritó y comenzó a debatirse, pero en vano. Él era mucho más grande y fuerte. Le bastó con apretarle más las muñecas mientras con la mano libre la tomaba del mentón y le mantenía la cabeza sujeta al tiempo que la observaba enojado.
—¿Y por qué habría de hacerlo? —preguntó él con tono burlón—. Si soy el villano que imaginas, ¿de verdad piensas que voy a permitir que te marches?
Paula no pensaba, empezaba a dominarla el pánico. La barra de hierro que le había arrebatado ya no se veía por ninguna parte, y el torso de él era como hierro sobre su pecho. En un último y desesperado intento por quitárselo de encima, intentó levantar la rodilla contra el muslo del hombre y abrió la boca para gritar.
A punto estuvo de tener éxito, pero una boca dura le aplastó la suya y ahogó el grito en su garganta. Fue un beso de poder absoluto, que le empujó los labios por encima de los dientes hasta que ella creyó que la haría sangrar. «Si quería asustarme, lo ha conseguido», pensó aturdida.
Entonces, sutilmente, el beso cambió. La boca se tomó suave y se movió una y otra vez sobre la exuberante plenitud de los labios de Paula, y, para su vergüenza, ella sintió que sucumbía despacio al intenso placer sensual que despertaba el beso. Involuntariamente entreabrió los labios en un suspiro suave y desvalida aceptó la invasión de la lengua de él.
La mano de Pedro descendió de la barbilla hasta curvarse alrededor de la plenitud de un pecho, y el tiempo se detuvo. El calor se desplegó por cada vena del cuerpo de Paula. Seducida por el contacto de la mano, por el calor del beso y por la fragancia masculina que irradiaba, se fundió contra él. Nunca antes le había sucedido que la excitación sexual le abrumara la mente y el cuerpo.
Cuando al fin él interrumpió el beso y alzó la cabeza, ella lo observó con brumoso desconcierto, queriendo saber por qué había parado. La mano se apartó del pecho y la miró con ojos negros por la furia. Paula sintió la dura prueba de su excitación contra el vientre y de pronto recuperó el sentido. Se preguntó a qué lo invitaba con la impotente rendición a su beso.
Pedro, con la parte de cerebro que aún le funcionaba, se preguntó qué diablos hacía al besar a esa inglesa loca en el jardín de la casa de sus amigos a plena luz del día.
—Por favor, suéltame —suplicó ella. De algún modo, el hombre había insertado una pierna larga entre las de ella, y el calor y el peso de él ya no eran excitantes, sino sexualmente amenazadores. Era un absoluto desconocido y un ladrón, por no decir quizá algo peor, a juzgar por el estado en que se hallaba su cuerpo—. Para ya —gritó, luchando por retener la calma—. Podrías ir años a la cárcel por violación.
—Santa María —unos ojos incrédulos contemplaron la cara hermosa de la mujer que tenía debajo. Lo habían acusado de muchas cosas en su vida, pero jamás de violador—. ¿Estás completamente loca? —susurró con desprecio.
—No —el beso la había aturdido momentáneamente, pero sabía lo que tenía que hacer. El hombre estaba enfadado y era peligroso, tenía que seguirle la corriente hasta que surgiera la oportunidad de huir.
—¿Quién demonios eres y qué haces aquí? —exigió Pedro. «Aparte de volverme loco», pensó con ironía. Miró en los ojos más azules que había visto jamás y comprobó que ella estaba asustada de verdad, aunque se esforzaba por ocultarlo. Creía las tonterías que acababa de soltar.
—Me llamo Paula Chaves y he venido a trabajar aquí durante el verano como niñera del hijo de los propietarios —si conseguía que no dejara de hablar, tendría una mayor oportunidad de escapar—. Nadie me oyó gritar, de modo que si me sueltas ahora, te prometo que no te denunciaré.
—Basta. Ya es suficiente —esa farsa había ido demasiado lejos—. Bueno, Paula Chaves, no voy a hacerte daño; jamás he forzado a una mujer en mi vida y no pienso empezar contigo. ¿Lo has entendido? —ella estudió el rostro atractivo y quiso creerle—. Y ahora voy a soltarte, nos vamos a sentar y a discutir este error como dos seres humanos racionales. ¿De acuerdo?
Paula asintió, con cada músculo del cuerpo tenso ante la posibilidad de huir. Al instante, él le soltó las muñecas y se sentó, pero antes de que ella pudiera siquiera moverse, había pasado un brazo fuerte por sus hombros esbeltos para pegarla con fuerza contra él.
—Tampoco soy un ladrón —continuó con ecuanimidad—. Así que siéntate y escucha.
No tenía muchas alternativas, atrapada en la jaula de aquellos poderosos brazos. Pero desvanecida la amenaza inminente de una violación, empezó a recuperar su temperamento habitualmente animado.
—¿De modo que tienes por costumbre vagar por los jardines de otras personas con una barra de hierro? — enarcó una ceja delicada. Para su sorpresa, el otro comenzó a reírse entre dientes, un sonido ronco y bajo que le aceleró los latidos.
—Ah, Paula, ahora lo entiendo. Conozco a Gonzalo Nara. Le pedí prestada la barra de hierro para arreglar una rueda del tráiler del barco que tiene en la dársena. He venido a devolvérsela.
Ella nunca había mencionado el nombre de su jefe y ese hombre lo conocía, y también sabía que el señor Nara tenía una embarcación. A punto estuvo de gemir en voz alta. Una explicación tan sencilla, pero ella había pensado en lo peor. Su propio padre siempre le había dicho que tenía demasiada imaginación. En esa ocasión se había superado.
Qué genial este cap!!!!
ResponderEliminarGraciasss!!!
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