Los ojos de Pedro asimilaron el pelo rubio revuelto, las leves ojeras bajo los magníficos ojos de color zafiro, la belleza de su rostro con la expresión beligerante. No parecía encantada de verlo, y al bajar la vista adonde los pechos se pegaban contra la fina lana azul del jersey y más abajo aún, hasta donde la prenda se estiraba sobre la suave protuberancia del estómago, supo por qué. De modo que era verdad... Respiró hondo para calmarse.
—Tu protección lo es todo para mí... eres la madre de mi bebé —declaró con firmeza al entrar en el vestíbulo y cerrar a su espalda.
El poco color que le quedaba se evaporó de la cara de Paula. Miró desconcertada a Pedro.
—Pero... ¿cómo? —se tambaleó, súbitamente mareada, y no pudo terminar la frase.
—Ven, sentémonos —la tomó del brazo—. En tu condición, no puede ser bueno que estés de pie en un vestíbulo frío —sin vacilar, la condujo al salón de su propia casa.
—Aguarda un momento —logró decir ella al fin con voz temblorosa.
—Creo que ya hemos aguardado demasiado... meses, de hecho —bromeó. La llevó al sofá y la ayudó a sentarse. Luego se sentó a su lado y le tomó una mano.
La proximidad de su cuerpo masculino, la fragancia familiar que era única de Pedro, conspiraron para desbocarle el corazón. El rubor le cubrió las mejillas. Pensó que no era justo; solo tenía que tocarla, incluso estando gorda y embarazada, par provocarle la misma respuesta sensual e instantánea.
—¿Cómo me encontraste, cómo supiste que estaba embarazada? —el hecho de que hubiera aceptado que el bebé que esperaba era suyo, sin que ella dijera una palabra, la había aturdido.
Pedro no era el tipo de hombre que hiciera algo sin un motivo, y a Paula no se le ocurría una razón válida para que estuviera allí. La única vez que habían hecho el amor había dejado bien claro la opinión que le merecía un embarazo no deseado.
—Me encontraba en una fiesta de nochevieja en Roma. Zaira Nara estaba presente y, desde luego, pregunté por ti. Sintió un gran placer en contarme que habías sucumbido a los encantos de algún habitante de Desenzano y que estabas embarazada —respondió con sencillez.
—¿No le dijiste que eras tú? —preguntó Paula.
—No soy tan tonto, Paula. Sabía que primero debía verte a ti. Pero necesité de toda mi fuerza de voluntad para no pedirle tu dirección —añadió con sonrisa sombría—. Lo que hice fue contratar a un detective privado para que descubriera dónde vivías —se encogió de hombros—. Y aquí estoy —le apretó la mano.
—¿Me has investigado? —atacó por el lado del detective, sorprendida por su atrevimiento—. ¿Haces eso con todas tus citas? —demandó con voz seca. Aunque reconocía que no podía evitar sentirse halagada de que hubiera contratado a un detective para encontrarla, también recelaba de sus motivos, ya que no confiaba en él—, ¿Para qué has venido? —preguntó con valentía, ladeando la cabeza. De repente tuvo una horrible sospecha—: ¡Si crees que voy a abortar, olvídalo! —declaró con llamas en los ojos—. Es mi bebé, mi responsabilidad, y ya puedes desaparecer de mi vida.
—¡Dio! Sacando conclusiones, como siempre — Pedro se puso de pie, se quitó el abrigo, lo arrojó sobre una silla y se abrió la chaqueta; hervía de furia. Llevaba así meses. Después de luchar contra el deseo que le inspiraba Paula, cuando había sucumbido a la tentación de buscar a Zaira Nara para averiguar algo sobre su vida. Esta le había contado que Paula estaba embarazada de algún joven italiano de la localidad. Desde luego, de inmediato había sabido que el padre era él, y pasada la conmoción inicial, lo enfureció que Paula no se lo hubiera contado—. ¿Cómo te atreves a decirme eso? —exigió con arrogancia—. ¿A sugerir que querría matar a mi propio hijo? ¿Qué te he hecho para que tengas una opinión tan baja de mí?
—Fingir ser otra persona —soltó ella sin tapujos.
—De modo que voy a tener que pagar por ese error tonto el resto de mi vida. ¿Es la causa por la que nunca consideraste oportuno informarme de que ibas a tener un hijo mío? ¿Es por eso por lo que nunca apareciste en nuestra cita del viernes? —con cada pregunta se acercaba un paso más—. ¿Por eso me acusas de querer matar a mi hijo? —preguntó con amargura, los ojos oscuros le brillaban con desdén—. ¿Es la hora de tu venganza? Dios, Paula, tenía mejor opinión de ti.
—¿De verdad fuiste a nuestra cita? —quedó asombrada por la revelación, y al aceptar el pensamiento la furia se evaporó; la satisfizo enormemente y ayudó a restaurar su magullado ego. Había pasado los últimos meses sumida en la desdicha por ese hombre. En el punto más bajo, cuando le habían confirmado el embarazo, se había sentido tentada de llamarlo, pero solo había tenido que recordar el horror experimentado por él al enterarse de que no había utilizado protección para saber que sería una pérdida de tiempo. Pero era evidente que no era el canalla consumado que había creído.
—¿Si fui? —preguntó Pedro con creciente furia—. Espere toda la noche y bebí hasta caer en el olvido. ¿Y dónde estabas tú? Rosa, el ama de llaves, me lo contó al día siguiente. De regreso a Inglaterra después de rechazar unas vacaciones gratuitas. Eso es lo que te importaba a ti.
Paula lo miró boquiabierta. Le había importado de verdad. La idea resultaba tan desconcertante como seductora.
—¿No tienes nada que decir? No me sorprende — continuó Pedro con salvaje desdén—. Me utilizaste, te quedaste embarazada y corriste de vuelta a Inglaterra sin la más mínima intención de contármelo jamás.
—No, no fue así —soltó sin poder contenerse—. Iba a reunirme contigo el viernes, pero... —calló y se humedeció los labios con nerviosismo.
Pedro enarcó las cejas sorprendido. La Paula que recordaba había sido abiertamente honesta, hasta el punto de la indiscreción. Respiró hondo, controló su furia y avanzó un paso hacia ella.
—¿Pero qué, Paula? —instó con voz sensual, cruzando el espacio que los separaba para sentarse al lado de ella. La tomó por los hombros y con gentileza la empujó contra los cojines—. Dímelo...
Los ojos brillantes de Pedro chocaron con los de ella y Paula contuvo el aliento, ya que la proximidad de él le provocaba cosas inimaginables a su sistema nervioso.
—Yo... yo... —tartamudeó antes de parar, avergonzada por lo que había estado a punto de revelar.
—Continúa —animó, hipnotizándola con sus ojos oscuros.
«¿Por qué no decírselo?»
—El miércoles vi una foto en el periódico donde aparecías con tu última amiga, una pelirroja muy bonita, sacada dos noches antes en Nueva York —confesó sin ambages—. Después de eso, no tenía mucho sentido presentarme.
La respuesta lo aturdió. Se retiró un poco y la miró con incredulidad.
—Estabas celosa... —declaró, y por primera vez en meses sonrió con expresión satisfecha.
—No —negó con obstinación, pero el rubor que invadió su cara decía otra cosa.
Pedro la atrajo por la cintura sin dejar de mirarla a tos ojos.
—No importa —murmuró, y le cubrió los labios con la boca en un beso largo, lento y sensual que desterró todo pensamiento sensato de la mente de Paula y encendió las conocidas sensaciones eléctricas en cada parte de su cuerpo.
Atontada y jadeante cuando él levantó la cabeza, lo miró atónita.
—¿Por qué has hecho eso? —murmuró. Pedro la empujó contra los almohadones y apoyó un dedo en la vena de su cuello, que palpitaba con frenesí.
—Para demostrar que todavía me deseas —respondió—. Un requisito esencial en una esposa —la tomó por la barbilla y añadió—: Nos vamos a casar, Paula.
Al buscarla, se había dicho que solo quería ver cómo estaba y cerciorarse de que no pasaba apuros económicos. Quedó tan asombrado como ella al oír salir de sus labios la proposición de matrimonio. Pero cuanto más pensaba en ello, más sentido cobraba. Su madre estaría encantada, ya que no dejaba de insistirle en que se casara y le diera un heredero. Con Paula ya embarazada, no se podía dudar de la fertilidad de la joven, a diferencia de la pobre Micaela. Sí, era la decisión adecuada.
Paula lo miró fijamente, incapaz de creer lo que acababa de oír. Acercándose, con el aliento abanicándole la mejilla, Pedro introdujo una mano debajo de sus piernas y de pronto se encontró tendida en el sofá.
—Espera —trató de protestar, pero la palabra «matrimonio» la había dejado rígida.
—Los dos hemos esperado demasiado, Paula — sonrió con gesto confiado y volvió a besarla.
Quiso resistirse, y lo intentó... alzó las manos hacia el torso de él para empujarlo, pero sentir los latidos firmes de su corazón surtió el efecto opuesto en ella, y por propia voluntad las manos subieron para rodearle el cuello. Separó los labios y se produjo un duelo de lenguas en un desesperado apetito de pasión demasiado tiempo negada.
La mano de él se metió debajo del jersey para abarcar la curva plena de un pecho, y Paula experimentó un escalofrío. Pegada a ese magnífico cuerpo masculino, olvidó todo menos la sensación y la fragancia de Pedro Lo deseaba.
Él gimió, alzó la cabeza y con un movimiento diestro le subió el jersey para dejar los pechos exuberantes a su completa visión.
—Dios, adoro tus pechos —pasó un dedo explorador sobre las cumbres rosadas y todo el cuerpo de ella se arqueó por el deleite. Él bajó la cabeza y cerró la boca sobre un capullo rígido.
—Pedro —gimió con un placer que casi era dolor.
—¿Te he hecho daño? —alzó bruscamente la cabeza— . ¿El bebé está bien?
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