jueves, 16 de enero de 2014

Capitulo 11

—No —contestó ella sin rodeos—. Cuanto más pienso en ello, más me doy cuenta de que el viernes pa­sado fue un desastre. Personalmente, lo voy a catalogar como una experiencia y a olvidar que nos conocimos;
te sugiero que hagas lo mismo —miró a Benjamin; había terminado de comer y se retorcía incómodo en su sillita alta.
¡Dios! ¿Paula? —la paciencia de Pedro se quebró. Su ego había recibido suficientes golpes de esa mujer y no ayudaba que le recordara que había sido un desastre en la cama—. Estarás allí el viernes o pasaré a buscarte a la casa de Nara. ¿Entendido? —gritó. No estaba acostumbrado a que desobedecieran sus órdenes.
Benjamin la miraba boquiabierto y preocupado; nunca antes la había visto enfadada, y aunque no entendía las palabras, percibía que algo iba mal.
—Sí, de acuerdo —colgó. «Cuando los cerdos vue­len», pensó y fue a sacar al niño de la sillita y abrazarlo con fuerza; le hizo cosquillas en el cuello mientras se secaba una lágrima.


Pedro guardó el teléfono en el bolsillo interior de la chaqueta y cruzó el vestíbulo para ir a su puerta de embarque. Era una nueva experiencia tener que convencer a una mujer para que aceptara verlo, una que no terminaba de gustarle. Lo intentaría una vez más. Si Paula aparecía el viernes por la noche, perfecto. Si no, no pensaba ir tras ella. Tomada la decisión, le entregó la tarjeta de embarque a la azafata con una amplia son­risa en la cara.
—¿Quién era? —preguntó Zaira al entrar en la coci­na con una bata azul de satén.
—Para mí —musitó con Benjamin en brazos.
—Ah, el novio —dijo Zaira acercándose para tomar en brazos a Benjamin—, Y este es mi novio preferido — le dio un beso de buenos días, luego lo puso de pie en el suelo.
Paula sonrió. Sin importar cuáles fueran los defec­tos de Zaira, adoraba a su hijo.
—Borra esa sonrisa bobalicona de la cara, Paula — le indicó Zaira, malinterpretando el motivo de la sonri­sa—. Sigue mi consejo y abandona al lugareño. Eres una mujer atractiva, deberías elevar tus miras. Ve tras alguien como el conde Alfonso, un verdadero partido. Anoche pude ver que estaba interesado... solo a ti te besó la mano —suspiró—. Pero aunque lo consiguie­ras, el problema sería retenerlo —llenó una taza con café y se marchó comentando—: Es para Gonzalo, el po­bre; esta mañana se siente fatal.
Las palabras de Zaira la hicieron reflexionar. Era inteligente, culta y se consideraba tan buena como cualquier persona del planeta. Pedro era conde. ¿Y qué? Quizá se había excedido en su reacción. La había llamado esa mañana, tal como había prometido. Todavía quería verla y explicarse. Sin duda merecía que lo escuchara, ¿o acaso era la esnob que él había in­sinuado?
A la mañana, siguiente Paula había tomado una de­cisión: se reuniría con Pedro el viernes y oiría lo que tenía que decir...
El jueves por la tarde, Paula iba en un avión de re­greso a Inglaterra, contenta de volver a casa y a la rea­lidad. El martes. Gonzalo Nara había declarado que no tenía sentido seguir en Italia, ya que no podría competir en la regata, por lo que consideró más oportuno retor­nar al trabajo. Generosamente había sugerido que Paula se quedara de vacaciones hasta que su contrato con ellos finalizara en diez días. De todos modos. Rosa iba a permanecer ese tiempo, y Paula de inmediato había aceptado el ofrecimiento.
Pero el miércoles por la mañana había estado hojean­do las páginas de un periódico de tirada nacional y visto una foto del conde Alfonso sacada en una recepción en Nueva York el lunes por la noche, acompañado de una pelirroja despampanante. No había sido capaz de seguir engañándose; la aventura había terminado, y no tenía sentido creer otra cosa. Era hora de cortar cualquier rela­ción que pudiera tener con el conde Alfonso.
La noche del jueves se despidió de la familia Nara en el aeropuerto de Heathrow. Ellos se dirigían a la casa que tenían en Londres y Paula al hogar de su fa­milia, una casita de tres dormitorios en una zona tran­quila de Bornemouth.
      —Embarazada —declaró el médico, y Paula gimió. Sus períodos siempre habían sido irregulares, y no había sentido náuseas ni mareos, ni ninguna de las mo­lestias habituales asociadas con el embarazo. Se había sentido mal en general, pero lo había achacado a que todas las noches se quedaba dormida llorando y pen­sando en Pedro. Solo había transcurrido un mes desde que había descubierto que no podía abrocharse los vaqueros, y entonces había hecho suficiente acopio de valor para comprobar las fechas. Era lo que había temido durante las últimas cuatro semanas, pero oír que el doctor Jones lo confirmaba no dejaba de resultar una conmoción.
—Tendrías que haber venido a verme mucho antes, Paula. Pero te encuentras muy bien. Supongo que no hay ningún padre en el horizonte, ¿verdad? —preguntó con gentileza. Conocía a la joven desde niña, vio a su madre morir al dar a luz y a su padre fallecer de cán­cer—. Por la fecha que me has dado, estás embarazada de trece semanas.
—Sí, es correcto. Gracias, doctor Jones —se mar­chó de la consulta.
Sentada en la cafetería de unos grandes almacenes de Bornemouth, contemplando aturdida los decorados navideños, pensó que las cosas no podían empeorar. Pero lo hicieron.
Zaira Nara apareció como por arte de magia. Al parecer había ido a visitar a sus padres por un día. Paula maldijo haberse quitado el abrigo y pasó la si­guiente media hora preguntándose cómo podría mar­charse sin revelar al ponerse de pie que había ganado peso. La falda de lana y el jersey a juego no hacían nada para ocultarlo. Llegado el momento no tuvo más remedio que incorporarse, ya que uno de los efectos se­cundarios del embarazo era el deseo constante de visi­tar el cuarto de baño.
Los ojos penetrantes de Zaira lo notaron de inmedia­to, y Paula se vio sometida a un prolongado discurso sobre lo poco recomendable que era salir con un luga­reño italiano.
Paula tuvo ganas de soltarle quién era el padre, pero logró contenerse. Zaira, en su papel de Madre Teresa, prometió mantenerse en contacto y enviarle ropa de Benjamin.
Paula estaba más gorda y harta cuando regresaba del trabajo una fría tarde de enero. Después de darse una ducha refrescante y de tomar una sopa de pollo y unas patatas, al final se sentó en el sofá, dispuesta a re­lajarse. Con una cinta de Mozart en el Walkman, acer­có los auriculares al estómago. En algún sitio había leí­do que la música era buena para el bebé no nato y esperaba que fuera verdad.
Sonó el timbre.
Se levantó del sofá y fue despacio a abrir. Lo más probable es que fuera Margaret. Como la casa de al lado había sido vendida durante su estancia en Italia, la nueva vecina de Paula, una solterona de mediana edad con una madre mayor que sufría Alzheimer y un her­mano soltero, Jim, al que cuidar, se había acostumbra­do a visitarla. No tenía corazón para echarla.
—Voy —dijo cuando el timbre volvió a sonar de forma más prolongada y alta—. ¿Es que hay un incen­dio? —musitó al abrir.
—¿Sueles abrir la puerta sin preguntar de quién se trata? —inquirió Pedro con expresión de desapro­bación.
En el primer segundo de reconocimiento, los ojos de Paula se abrieron mucho, y el corazón se le llenó de gozo, pero al instante se impuso la realidad. Había in­tentado convencerse de que había terminado con él, de que se lo había quitado del corazón y de la cabeza. Pero al verlo ante ella, tan atractivo como siempre, con un abrigo de cachemira color camel sobre un perfecto traje a medida de tonalidad oscura, el pelo negro agita­do por el viento, supo que no era así.
—¿Y a ti qué te importa? —soltó, enfadada por su propia debilidad cuando se trataba de ese hombre. Al mismo tiempo, deseó llevar puesto algo más seductor.

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