martes, 28 de enero de 2014

Capitulo 19

Era sábado por la tarde y los invitados llegarían en veinte minutos.
-¿Qué te parece, Anna? -le preguntó a la jo­ven.
-Bellissima -Anna sonrió-. Muy elegante.
-Gracias -le devolvió la sonrisa. Lo único bueno de sus dos primeras semanas en la Casa Alfonso era Anna. Se trataba de una joven amistosa, que hablaba un poco de inglés y estaba ansiosa por ayudar. De he­cho, había dedicado media hora a recogerle el pelo y dejarle unos mechones sueltos para enmarcarle la cara. Observó marcharse a la joven y volvió a observarse en el espejo con nerviosismo.
 Las últimas dos semanas no habían sido fáciles. Ha­bía contado con cierta dificultad para adaptarse al estilo de vida de su marido, pero nunca había esperado sentir­se tan sola. Aldo los despertaba a las siete de la mañana con el café. Diez minutos más tarde, Pedro, du­chado y vestido, la dejaba en la cama mientras él se dedicaba al trabajo, y si era afortunada lo veía al medio­día. Pero la mayoría de los días no volvía a aparecer hasta las ocho de la tarde.
Solo en una ocasión habían salido. La había llevado a Verona para abrir una cuenta bancaria a su nombre. Luego la había acompañado a la consulta de su médico y esperado mientras la examinaban. Al regresar a la man­sión, la había despedido con una breve sonrisa, diciéndole que la vería más tarde. Eso quería decir durante una cena muy formal con su madre y Micaela, o en la cama.
Esbozó una leve sonrisa; al menos en la cama dis­ponía de su entera atención, aunque era el único sitio.
Había realizado un descubrimiento perturbador acerca de su marido, el «conde Pedro Alfonso», hombre de negocios, alguien totalmente diferente del Pedro que ella se había enamorado. Era un adicto al trabajo y un consentido. Su madre y Micaela satisfacían todos sus deseos, igual que el personal, como si fuera el Amo del Universo, y él recibía su adoración como algo normal. La actitud que mostraban hacia Paula no era tan complaciente, aunque esta había tratado de con­vencerse de lo contrario; pero lo sucedido el día ante­rior lo ilustraba a la perfección.
Por la mañana, Pedro le había informado de que su madre y Micaela iban a llevarla de compras. Cuando Paula le había suplicado que fuera él quien la acompañara, había aducido la presión del trabajo, para luego añadir: «Mamá conoce los lugares adecuados para ir de compras para una mujer en tu condición, mientras que yo no tengo ni idea».
Era evidente que la sensibilidad no era el punto fuerte de Pedro. Cuando regresó de realizar las compras, ardía de resentimiento. Carmela y Micaela ha­bían descartado todas sus sugerencias con el comenta­rio de que ellas conocían mejor el estilo aceptable para las mujeres embarazadas en la sociedad italiana. Paula se había sentido una pigmea y cerrado la boca. Y había regresado a la casa con tres de los vestidos más enor­mes que jamás había visto. Sin importar lo mucho que se esforzara, no conseguía convencerse de que Carmela y Micaela buscaban lo mejor para ella... de hecho, todo lo contrario.
Y así se lo había comentado a Pedro, y la reac­ción de este había sido de absoluta frialdad. Le había dicho que sacaba conclusiones absurdas, para luego su­gerirle que se debía a una alteración de las hormonas debido al embarazo.
Al salir del dormitorio supo que depositaba todas sus esperanzas en esa noche; quería encajar y hacer amigos, pero no a costa de su orgullo y autoestima. Ra­zón por la que llevaba puesto el vestido que se había comprado en Inglaterra.
Respiró hondo y entró en el salón. Pedro había bajado antes. Micaela, que estaba deslumbrante con un vestido azul medianoche que dejaba sus hombros al descubierto y se ceñía a todas sus curvas, se hallaba tan cerca de él que casi se tocaban.
Ver a su marido, tan increíblemente atractivo con esmoquin, sonriéndole a Micaela, le atenazó el corazón. Irguió los hombros y se dirigió al centro del salón.
-Buenas noches.
Carmela fue la primera en notar la presencia de Paula, y al hacerlo, enarcó las cejas perfectamente deli­neadas en un gesto de sorpresa.
Entonces Micaela rió.
-¿De verdad llevas puesto eso? -comentó, miran­do a Paula como si acabara de salir de debajo de una piedra.
-Sí -repuso con rigidez; a la defensiva. Era un sencillo vestido negro de seda. Unas tiras finas sostenían un corpiño con un escote recto sobre sus pechos. Se ce­ñía justo por debajo del busto hasta poco más arriba de las rodillas.
Paula soslayó los comentarios en italiano y miró a Pedro, a la espera de que le sonriera y le ofreciera un poco de apoyo.
Los ojos de este realizaron un rápido análisis de la fi­gura abultada de su esposa mientras se acercaba a ella.
-Estás muy bien, Paula -de hecho, creía que es­taba deliciosa, aunque entendía el punto de vista de su madre.
-No pareces muy entusiasmado -señaló Paula con sequedad mientras Pedro la estudiaba con ex­presión inescrutable.
-No, de verdad, sabes que siempre estás preciosa -la aplacó-. Pero mamá pensó que ibas a ponerte uno de los vestidos que compró para ti. Es de la opinión de que son mucho más apropiados para una esposa durante el embarazo, y en asuntos de buen gusto, mi madre sabe lo que es mejor. Harías bien en prestarle atención.
Indignada, empezaba a sentirse como si estuviera en la cárcel. «Qué se vayan al cuerno los dos», pensó, esa noche iba a disfrutar, aunque fuera lo último que hiciera.
-Presentaré tus disculpas, en caso de que sean ne­cesarias, mientras vas a cambiarte -continuó él con voz suave-. Pero date prisa.
-No.
-¿No? -enarcó una ceja-, ¿Te niegas? Se mostraba tan asombrado que ella tuvo ganas de reír.
-Lo has entendido a la primera.
-Paula -la tomó del brazo-, te comportas de una forma muy tonta. Ahora ve arriba a cambiarte - ordenó mostrando su irritación.
-Parecería tonta si me pusiera alguno de los vestidos que compraron ayer -lo miró con ojos centelleantes-. Estoy embarazada de cinco meses y medio, no de nueve -bufó por el enfado-. Hacen que parezca una elefanta. Deberías... deberías verlos.
Pedro sonrió cuando comenzó a tartamudear.
-Comprendo -le soltó el brazo-. Puedo enten­der la vanidad femenina -añadió con tono burlón.
Sintió la tentación de golpearlo; era tan condenada­mente condescendiente. Pero no dispuso de la oportu­nidad, porque en ese momento, Aldo anunció la llegada de los primeros invitados. Paula se preparó para cono­cer a una horda de desconocidos.
En ningún momento fue tan malo como había temi­do. Los amigos de Pedro no eran tan fríos y dis­tantes como su madre y cuñada, y cuando llegaron Zaira y Gonzalo Nara, Paula no pudo ocultar su alegría.
El bufé estaba exquisito y la conversación se desa­rrollaba en inglés e italiano. Carmela brillaba y era la anfitriona perfecta, y con Micaela a su lado no tardó en tener a un grupo de personas pendientes de cada una de sus palabras.
Solo por un momento, Paula comenzó a relajarse. Pedro se hallaba en el otro lado de la habitación, en­frascado en una conversación con un grupo de hombres.
De pronto, Zaira apareció a su lado.
-Tu lugareño ha resultado ser el conde Pedro Alfonso -rió-. ¡Vaya historia! Cuéntamelo todo. Paula así lo hizo y concluyó:
-En un sentido, he de darte las gracias a ti, porque al parecer cuando en Nochevieja le dijiste que estaba embarazada, fue a buscarme, y el resto es historia. Ahora estamos ca...

Aca les dejo dos capitulos:)! Espero que les gusteee!! @AdaptacionesPyP

Capitulo 18

-Discúlpanos, Paula, pero mi hijo y yo tenemos tanto de que ponernos al día, y olvidé que no hablas nuestro idioma.
-Es perfectamente comprensible -repuso y devolvió la taza a la bandeja-. Lo entiendo... -titubeó-...señora Alfonso -no tenía ni idea de cómo tratar a su suegra.
-Oh, por favor. Como vamos a vivir todos juntos, debes llamarme de tú y por mi nombre, Carmela.
-Gracias, Carmela -Paula sonrió.
-De nada, y ahora, si has terminado el té, quizá quieras que Anna te muestre la parte principal de la casa, y luego tu suite -tocó un timbre y en unos minutos la joven apareció en la puerta.
De forma delicada, la enviaban a su habitación. Estuvo a punto de reír en voz alta.
-No, realmente... -comenzó a objetar, pero Carmela la cortó.
-En tu delicada condición, estoy segura de que agradecerás un descanso por la tarde. La cena será a las nueve.
Paula miró con inseguridad a Pedro, convencida de que se opondría a lo que para ella era un despido y de que se ofrecería él mismo a mostrarle la mansión. Pero lo que hizo fue acercarse y ofrecerle la mano para ayudarla a incorporarse.
-Mamá tiene razón. Ve con Anna. He de realizar unas llamadas -le dio un beso fugaz en los labios, la giró hacia la puerta y le palmeó el trasero-. Te veré pronto.
Ocultando su decepción, Paula siguió a Anna mientras le señalaba las muchas salas de recepción. Luego la condujo hacia la gran escalera y por diversos corredores, indicándole los aposentos de Carmela y los contiguos de Micaela. Paula se mostró levemente sorprendida al oír el nombre de Micaela; no se había percatado de que la mujer también vivía allí. La última planta estaba destinada al servicio.
La suite de Pedro se hallaba en el ala oeste de la casa, y se parecía más a un apartamento, aunque sin cocina. Un dormitorio enorme y un vestidor grande, dos cuartos de baño, un salón cómodo y otro dormitorio un poco más pequeño. De pie en el centro del salón, Paula miró en derredor y se animó un poco al ver el fuego que ardía en la chimenea. Era cálido y acogedor. Suspiró aliviada y despidió a la doncella.
Una pared estaba cubierta de estanterías y libros. Había diseminados viejos trofeos y al leer las inscripciones descubrió que eran por regatas ganadas. Alrededor de la chimenea había un sofá grande y dos sillones de piel, y en un rincón un pequeño escritorio, en otro un enorme televisor de última generación...
El dormitorio principal era igual de acogedor, con una enorme cama de roble con dosel. El vestidor tenía armarios en dos lados, varias estructuras con cajones y un hermoso tocador; el mobiliario era grande, aunque los techos altos hacían que todo guardara proporción.
Abrió la puerta de un armario y sonrió; Anna había sacado la ropa de la maleta por ella, y sus prendas estaban colgadas junto a algunas de Pedro. Fue una visión tranquilizadora.
Dos horas más tarde, duchada y con una falda de lana de un azul suave y blusa a juego, se acurrucó en un sillón y empezó a preguntarse adonde habría ido su marido.
Se levantó y fue hacia una de las ventanas con forma de arco; miró el patio y el serpenteante sendero alineado de cipreses, un jardín bien cuidado y, en la distancia, los techos de terracota de un pueblo, todo rodeado por kilómetro tras kilómetro de tierra cultivada. A un lado había viñedos y al otro olivos.
Soltó un suspiró y pegó la frente al frío cristal. Era una estupidez, pero cierto: no había tenido valor para ir a buscar a su marido. La casa era enorme y la primera impresión recibida al entrar había sido de una atmósfera sombría.
Respiró hondo y enderezó los hombros. «Paula, eres una mujer adulta, casada y embarazada, no una tonta adolescente», se reprendió con severidad. No había nada que pudiera impedirle ir a buscar a su marido; giró en redondo. Estaba en el centro de la habitación cuando la puerta se abrió y entró Pedro.
-Lamento haber tardado tanto -le ofreció una sonrisa fugaz-. Pero con todo lo que ha sucedido, últimamente he descuidado el trabajo.
-Lamento ser un inconveniente -los nervios la impulsaron a quejarse.
Pedro se dejó caer en el sofá y alargó la mano.
-Ven aquí, mi pequeña y sensual esposa -musitó, captando la incertidumbre que ella no pudo ocultar-. No tienes por qué sentirte abandonada, pero he de realizar mi trabajo -sentada en la curva del brazo de él, escuchó sus explicaciones-: Aparte de cuando he de ir a Nueva York, por lo general pasó cuatro días aquí contando el fin de semana, en que me ocupó de los asuntos de las propiedades. El resto del tiempo lo paso en mi oficina de Roma. Es evidente que ahora que soy un hombre casado, tendré que reorganizar mi agenda de trabajo, ya que no es mi intención dejarte sola más de lo que sea absolutamente necesario. Puedo trabajar desde aquí y reducir algo mis viajes a Roma.
-¿Por qué molestarte? Podría quedarme contigo en Roma -le regaló una sonrisa deslumbrante; la idea de escapar de la familia de él durante la mitad de la semana ofrecía un gran atractivo.
-No, no seas ridícula -la hizo girar por los hombros para que lo mirara-. En tu condición, necesitas a alguien contigo en todo momento -esbozó una sonrisa satisfecha-. Yo, y en mi ausencia, mamá y Micaela. La situación es ideal.
Paula se quedó boquiabierta. Tenía que tratarse de una broma. Pero antes de que pudiera protestar, él le plantó un beso en los labios y se puso de pie.
-Necesito darme una ducha, carissima, y luego... -los ojos le brillaron con una luz perversa-... podemos disfrutar de un descanso antes de la cena.

viernes, 24 de enero de 2014

Capitulo 17

-Buenos días, cara -saludó Pedro mientras dejaba una bandeja cargada con café y una selección de pastas y bollos en la mesita de noche. Fue hacia ella con expresión divertida-. Lamento meterte prisa, pero quiero llegar a casa al mediodía, si es posible -le besó los labios.
-Lunes por la mañana y la luna de miel se ha terminado -comentó Paula con dramatismo.
-No te preocupes, te ofreceré una luna de miel adecuada... cuando tú quieras. A las Maldivas, al Caribe. En cuanto nazca nuestro hijo y podamos estar solos -bajó la voz y le apartó un mechón de pelo de la cara-. Te lo prometo -susurró sobre los labios entreabiertos antes de volver a besarla-. Y ahora come, haz la maleta y vístete -con una palmadita suave en el estómago, giró en redondo y abandonó la habitación.
Renovada por el café y la comida, en cinco minutos se puso unos pantalones gris claro y un jersey azul de cuello vuelto. Se calzó unos cómodos mocasines negros y sobre la maleta apoyó una chaqueta de piel de color gris paloma. Se cepilló el pelo y estuvo lista.
-¿Preparada? -preguntó Pedro al entrar en la habitación y pasarle el brazo por la cintura.
-Supongo que sí lo miró con ojos nerviosos-. Espero caerle bien a tu madre...
-Te preocupas demasiado -bromeó-. Yo te adoro, y a mi madre le gusta lo que me gusta a mí -explicó con una inconsciente arrogancia. Se inclinó y recogió la maleta-. Vamos.
Si creía tranquilizarla de ese modo, se equivocaba. El sentido común le indicaba que ninguna mujer iba a estar encantada de haberse perdido la boda de su único hijo, para que luego apareciera con una esposa embarazada. Lo más que podía esperar era aceptación, y la primera semilla de duda arraigó en su corazón. Se preguntó si había hecho lo correcto al casarse con Pedro. Lo amaba, pero no sabía si el amor seria suficiente.
 
Paula miró por la ventanilla del Ferrari con cierta ansiedad cuando Pedro lo frenó en un enorme patio adoquinado en el exterior de la impresionante entrada de la mansión familiar. De camino se habían detenido a almorzar, pero ya no había modo de escapar a lo inevitable; iba a conocer a la madre de él siendo su esposa. Él bajó del coche y lo rodeó para abrirle la puerta.
-Bienvenida a la Casa Alfonso -señaló el enorme edificio con un gesto de la mano. Luego la tomó del brazo y la ayudó a salir del deportivo bajo-. Es evidente que no diseñaron el Ferrari para una mujer embarazada -sonrió al rodearle los hombros con un brazo-. A partir de ahora usaremos el Mercedes.
-Vaya casa -musitó. La estructura, que era un rectángulo abierto de tres plantas, era enorme. Las paredes pintadas de color ocre brillaban con tonalidades doradas a la pálida luz solar del invierno.
-Sí, mi familia es propietaria de estas tierras desde hace incontables generaciones. Alfonso  es un nombre muy antiguo y respetado -afirmó al conducirla a las escaleras que llevaban ante las sólidas puertas dobles, que un hombre bajito de cabellos blancos abrió como por arte de magia.
En un torbellino de presentaciones, Paula descubrió que el hombre se llamaba Aldo, y que su mujer, María, era la cocinera; había seis criados más cuyos nombres apenas asimiló, y por último una joven de unos dieciocho años, Anna, que sonrió con timidez cuando Pedro la presentó como su doncella personal.
La madre de él salió de una habitación situada a un lado del enorme vestíbulo con frisos de roble, y recibió a su hijo con un beso en cada mejilla. El saludo que le dedicó a Paula fue menos demostrativo.
-Lamento haberme perdido la boda, pero fue tan inesperada, tan rápida -los ojos oscuros, iguales que los de su hijo, se posaron en el estómago de Paula antes de alzar la vista con rapidez y añadir-: Bienvenida; sé que vosotros los ingleses estrecháis la mano -extendió una mano perfectamente acicalada.
-Gracias -murmuró Paula. Ruborizada, aceptó la mano que le ofrecía y esperó haber hecho los sonidos adecuados, sintiéndose intimidada por la mujer, la hilera de criados y la abrumadora grandeza del lugar.
Cinco minutos más tarde, sentada en un sofá de respaldo duro tapizado de satén, miró alrededor con asombro apenas contenido. Los muebles eran todos antiguos, y la magnífica chimenea de mármol era una obra maestra. Pero fue el techo lo que la hizo quedarse boquiabierta, ya que exhibía una pintura exquisita de una escena pastoral, con hombres y mujeres tendidos en diversas fases de desnudez, adornados con vides y flores.
-¿Paula? ¿Qué te apetece?
Apartó la vista de los asombrosos frescos y miró a Pedro. Se hallaba de pie junto a la chimenea; en la mano sostenía una copa que parecía contener whisky. Aldo, el mayordomo, se encontraba a unos pasos de distancia.
-Tienes prohibido el alcohol, pero, ¿te apetece café, o zumo fresco? Aldo espera.
-Oh, tomaré una taza de té, por favor -pidió lo primero que se le pasó por la cabeza. No se había dado cuenta de que la esperaban a ella.
-Eres tan inglesa -comentó la madre de Pedro con una leve risa-. Creo que nuestras costumbres van a resultarte extrañas.
Aldo se marchó tras la orden recibida por Pedro, quien luego se volvió hacia su madre.
-Tonterías, mamá. Paula aprenderá pronto. Contigo para enseñarle, ¿cómo no iba a ser así? -intercambiaron una mirada de mutua comprensión.
Durante un segundo, Paula se sintió marginada, y en absoluto segura de lo que se suponía que tenía que aprender de su imponente y elegante suegra.
Aldo regresó y le sirvió el té, mientras Pedro y su madre continuaban la conversación en italiano. Paula había tratado de aprender el idioma en los últimos meses con la ayuda de cintas, pero hablaban demasiado deprisa para que pudiera captar algo que no fueran unas pocas palabras.
De pronto unos ojos oscuros se centraron en ella.

Capitulo 16

Cuatro días más tarde, el viernes, se casaron, y Paula, saliendo del registro civil con el brazo de Pedro alrededor de los hombros, seguía mareada por la velocidad con que se había desarrollado todo.
-Aguardad -Margaret, que con su hermano Jim había aceptado ser su testigo, los detuvo en los escalones-. Debes tener una foto -se llevó la cámara al ojo-. Decid patata.
Entre sesiones de sexo por la mañana, por la tarde y por la noche, Pedro lo había organizado todo. Paula había dimitido de su trabajo y había puesto a la venta la casa familiar, pues Pedro había insistido en que a partir de ese momento su hogar estaría con él.
Lo único que Paula había hecho por su cuenta había sido ir de compras. Había comprado ropa interior de encaje y un par de camisones de satén, algo de ropa informal y un vestido de cóctel, más el vestido que llevaba puesto en ese momento.
Era un vestido de cachemira de color blanco, de manga larga, con un escote suave y redondo que revelaba el nacimiento de los senos. La lana fina le ceñía la figura y se abría levemente desde las rodillas casi hasta los pies. Elegante e ideal para un día de enero, le moldeaba el estómago, pero no le importaba. Aparte del ramo de flores amarillas, su único adorno era un crucifijo de diamantes alrededor del cuello.
-Estás hermosa -le dijo Pedro al ayudarla a subir al coche que esperaba-. Mi esposa -la besó con una sonrisa satisfecha.
Sentados en la sala VIP del aeropuerto, Paula observaba a su nuevo marido. Se hallaba en el mostrador de negocios, enviando mensajes a Dios sabía quién, mientras esperaban que anunciaran el embarque para su vuelo a Roma. Lo miró divertida mientras hablaba por teléfono y gesticulaba. En ese momento se le ocurrió pensar lo latino que era.
Frunció levemente el ceño al preguntarse por primera vez cómo le iría viviendo en lo que para ella sería un país extranjero, con Pedro y su familia.
Más tarde, ese mismo día, Paula se hallaba en la terraza y contemplaba boquiabierta la vista. Toda Roma se extendía ante ella. Dos brazos fuertes rodearon su inexistente cintura.
-¿Te gusta la vista, cara?
Había deshecho las maletas mientras Pedro realizaba algunas llamadas urgentes, para luego ofrecerle un recorrido rápido del ático: el salón era cómodo pero elegante, decorado de azul y oro, los muebles una selección de exquisitas antigüedades, mientras el dormitorio principal era una sinfonía de crema y rosa oscuro, al tiempo que los otros tres dormitorios exhibían igual elegancia.
Se volvió despacio en los brazos que la sostenían y le sonrió encantada.
-La vista es magnífica... el piso es magnífico -le tocó la cara y añadió-: Y tú eres magnífico -siguió el contorno de los labios con un dedo-. ¿Podemos quedamos aquí para siempre?
-Para siempre, no -respondió después de besarla-, pero sí los próximos tres días. Luego tenemos que ir a mi mansión en la campiña, y yo deberé regresar al trabajo.
-¿Crees que le caeré bien a tu familia? -Paula expuso su temor-. Tal vez tendrías que haberla invitado a la boda.
-Les encantarás, y no había tiempo para invitarlos., De todos modos, ya has conocido a mi madre y a Micaela, y saben por qué nos hemos casado. Mamá está preparando una recepción en tu honor dentro de dos semanas con el fin de presentarte a todo el mundo.
Algo de lo que dijo Pedro la inquietó, pero antes de que dispusiera de tiempo para pensar, él añadió:
-Pero en este momento quiero empezar la luna de miel -se inclinó y la alzó en vilo-. ¿Te haces una idea de lo mucho que te deseo? -preguntó con voz ronca mientras la dejaba de pie en el dormitorio y con celeridad le quitaba la ropa-. ¿Cuánto te anhelo? - también se desprendió de su ropa.
A Paula se le desbocó el corazón al verlo. Era poderoso, viril y la atmósfera de la habitación parecía cargada con una corriente eléctrica de sensualidad.
Él la recorrió con la vista con expresión posesiva y ella se regocijó en su escrutinio; era su marido. Los ojos oscuros y profundos de Pedro parecieron atravesarle el alma cuando alargó los brazos hacia ella.
-Paula, mi esposa -gruñó-. Al fin -la atrajo con una urgencia salvaje que la sorprendió.
En las largas horas llenas de pasión que siguieron, saciaron sus respectivos apetitos hasta el punto de la extenuación. Paula creía que él le había enseñado todo sobre el amor en los últimos días, pero seguía asombrándola.
-Me vuelves insaciable -musitó él al retirarse a regañadientes del núcleo de Paula y acomodarla en la dura curva de su cuerpo-. He de recordar que estás embarazada y controlarme.
Paula sonrió.
-Ya es un poco tarde, mi amor -murmuró con voz somnolienta, apoyando la cabeza en el costado del pecho de Pedro-. Pero es nuestra noche de bodas -susurró con el cuerpo saciado y exhausto.
Un sonido la arrancó del sueño; giró en la cama, alargó la mano hacia él y solo encontró espacio. Se sentó, parpadeó y miró alrededor. Era evidente que la luna de miel había terminado.
Los últimos tres días habían sido los más maravillosos de su vida. Pedro le había mostrado Roma, el Coliseo, la fuente de Trevi, donde había echado la obligatoria moneda, y todas las atracciones turísticas obvias y unas pocas que no lo eran tanto. Un suspiro de satisfacción acompañó al crujido de su estómago. Ya comía por dos y la noche anterior habían vuelto a saltarse la cena. Salió de la cama, fue al cuarto de baño y, después de una ducha, regresó al dormitorio cubierta con una toalla.




Hola, perdón por la tardanza! A la noche subo otroo :) @AdaptacionesPyP

lunes, 20 de enero de 2014

Capitulo 15

Ella murmuró su nombre y alargó la mano para tocarlo, con una expresión en sus ojos de color zafiro tan antigua como la misma Eva.
Pedro gimió con impaciencia y volvió a levantarla en brazos, para hundirse en la cama con ella.
El contacto pleno de sus cuerpos desnudos mareó de deseo a Paula. La sangre le martilleó en los oídos. Él se irguió encima, llenando todo su campo de visión, e inclinó la cabeza hacia un seno.
Sintió la presión cálida y húmeda de la boca al succionar la punta rígida y gimió suavemente antes de arquearse hacia el placer sensual que le provocaba la boca de Pedro. Plantó las manos en los hombros anchos y clavó los dedos en la carne; cautiva ante la destreza erótica de su lengua y de sus dientes.
Él llevó la mano al suave montículo del vientre de Paula para acariciarlo con ternura, sin dejar que la boca y la otra mano dieran descanso a los pechos.
-Pedro -le suplicó Paula, loca de deseo.
-Despacio, despacio -él alzó la cabeza antes de rozarle los labios con los suyos.
Ansiosa, Paula abrió la boca mientras él bajaba la mano del vientre a los suaves rizos que guardaban su núcleo femenino. Los dedos exploraron entre los pliegues aterciopelados hasta encontrar el calor húmedo, para acariciar y tocar hasta que ella gimió de placer.
- Me deseas -susurró él-. Y yo también te deseo.
Paula le mordió el pecho, salvaje por la necesidad; no entendía ese impulso, pero su boca encontró una pequeña tetilla masculina y la lamió y la besó, mientras clavaba las uñas con más fuerza en la piel de él a medida que los dedos de Pedro seguían la implacable exploración de su cuerpo. El corazón le martilleaba y Paula se retorcía contra su prometido. Lo sintió temblar y gemir y, valiente por la pasión que la dominaba, deslizó una mano por el poderoso cuerpo hasta alcanzar la rígida extensión y cerrar los dedos en tomo a ella.
-No -jadeó él; le agarró la mano y se la apartó-. Aún no; no quiero hacerte daño -se colocó boca arriba y la alzó encima con los ojos dilatados por la pasión-. Confía en mí -manifestó mientras se introducía despacio en el centro dulce y ardiente de su feminidad.
Los ojos azules de Paula se ensancharon y las pupilas se expandieron hasta que casi eclipsaron el azul. De su garganta escapó un gemido mientras Pedro la llevaba hacia él y su boca se alzaba para capturar un pezón duro. Succionó la carne tierna con un gozo ávido que la volvió loca de deseo mientras las manos fuertes que le sostenían la cintura la mantenían justo donde él quería. Paula echó la cabeza hacia atrás con los dedos apoyados en el torso ancho donde clavaba las uñas en su piel mientras con manos y caderas la mecía hasta elevaría a una altura en la que se ahogaba con la inimaginable maravilla de la sensación pura. Él estaba duro y encendido y la transportó al borde mismo del éxtasis, dándole más placer del que jamás había imaginado que existiera. Ella gritó su nombre cuando con un movimiento rápido, Pedro invirtió la posición en la que se hallaban. Durante un segundo la miró desde arriba, y en sus facciones tensas el apetito y la determinación libraban una batalla.
-Esta vez, Paula, esta vez es para ti -afirmó con voz ronca, y volvió a moverse.
La llenó por completo y Paula quedó perdida en una pasión que lo abarcaba todo, una necesidad primigenia que la llevaba a otro plano donde el tiempo estaba suspendido, donde su cuerpo alcanzó la pequeña muerte, el máximo de la pasión humana, en un clímax feroz y convulsivo. Abrió mucho los ojos con expresión de maravilla conmocionada por el asombroso júbilo de la satisfacción realizada. El gemido ronco de placer de él al verter en Paula la simiente que llevaba dentro se mezcló con el grito de ella del nombre del hombre que amaba.
Durante unos momentos lo agarró con fuerza de los hombros, luego acarició con suavidad la piel bañada de sudor.
-Pensé que la primera vez había sido maravilloso, pero... -jadeó, mirándolo a los ojos negros como la noche.
-Sshhh -se deslizó al lado de ella-. Lo sé -con besos suaves en la cara y el pelo, la abrazó con ternura.
-Jamás imaginé... -susurró Paula, quebrando el silencio. Pedro miró sus aturdidos ojos.
-Ahora ya sabes por qué me enfadé tanto la primera vez -comentó con toda la seguridad del hombre que sabe que ha satisfecho a su mujer.
-Porque podía quedarme embarazada -comentó con tensión-. Aunque es algo que ahora ya carece de importancia.
Pedro rió y plantó un beso en la punta de su nariz.
-No, cariño. No me enfureció que fueras inocente, sino, aunque me cuesta reconocerlo, que nunca te di la satisfacción que merecías -declaró con pesar-. Perdí el control. Tú eras demasiado inocente para conocer la diferencia, pero yo no. Fue un golpe para mi ego masculino, así que me descargué en ti, y por eso me disculpo.
-Oh, oh, comprendo -de modo que Pedro, su amante macho, se sentía tan vulnerable como el que más por su comportamiento en la cama. El pensamiento le provocó una sonrisa.
-No fue gracioso en su momento -le mordisqueó el lóbulo de la oreja-. Y te prometo que no volverá a suceder. Para demostrártelo, voy a pasar el resto de mi vida haciéndote el amor -le dio un beso prolongado y apasionado en los labios antes de abrir un sendero erótico por su cuello y pechos, hasta llegar al suave montículo de su estómago.
Paula contempló la cabeza oscura sobre su vientre y quiso creer que había sucedido un milagro y que él la amaba.
-No tienes por qué casarte conmigo -murmuró a regañadientes, sin querer romper la burbuja en la que parecía flotar, pero sabiendo que debía brindarle esa elección.
-Nuestro hijo -le besó la piel sedosa con adoración; se apoyó en un codo y con gesto cuidadoso comenzó a darle masajes en el estómago-, Y sí tengo que casarme contigo, porque no quiero volver a estar lejos de ti jamás.
Paula lo miró a los ojos con el deseo de creerle. Pero no sabía si la deseaba a ella o al bebé.
-Podría ser una niña.
-Niña, niño. No me importa mientras te tenga a ti. Entonces comenzó a hacerle otra vez el amor, con una ternura gentil y seductora, con una habilidad que desterró todos los miedos de Paula y al final la convenció de que la amaba, a medida que volvía a abrumarla por completo.

jueves, 16 de enero de 2014

Capitulo 14

-Pero...
-Sin peros. Mañana mismo presentarás tu dimi­sión... de hecho, yo lo haré por ti.
-Aguarda un momento...
-No. En esto no cederé. Siendo mi esposa, no vas a trabajar en un laboratorio.
-Pedro, de verdad, estamos en el siglo vein­tiuno... las mujeres trabajan durante su embarazo. Al­gunas vuelven a hacerlo tres meses después de haber dado a luz.
-Tú no -declaró con obstinación.
Paula sabía que podía exponer sus argumentos, pero realmente no deseaba hacerlo. Había algo muy seduc­tor en que un hombre se ocupara de todo.
-¿No vas a discutir? -enarcó una ceja desconcer­tado.
-¿Quieres que lo haga? -preguntó con suavidad. Increíblemente, empezaba a pensar que quizá había al­guna esperanza para ellos. Lo amaba y en su vientre es­peraba el hijo de Pedro, y él quería casarse con ella. El sentido común le indicaba que lo mínimo que podía hacer era escuchar.
-No. Oh, no. Paula -para sorpresa de ella, se puso de rodillas a sus pies. Le tomó la mano-. Sé que nues­tra relación tuvo un comienzo complicado -comenzó, seleccionando con cuidado las palabras-. Sé que no es la situación ideal en la que deberíamos encontramos. Pero debes estar convencida de que quiero casarme con­tigo, con o sin hijo de por medio, cuanto antes mejor - expuso con voz abrumada por la emoción.
Paula tembló cuando Pedro se llevó la mano de ella a los labios y depositó un beso tierno en la pal­ma, antes de levantar la cabeza y observarla. Era impo­sible dudar de su sinceridad, de la pasión que ardía en sus ojos castaños al mirarla.
-Paula, amor mío, dame una segunda oportunidad -respiró hondo-. No quiero precipitarte a nada que tú no quieras, pero cásate pronto conmigo -suplicó-. Sabes que tiene sentido.
Volvió a rodearla con los brazos e inclinó la cabeza para besarla.
La última hora había estado conduciendo a eso, a lo que ella había temido. Era incapaz de controlar la res­puesta de su cuerpo. «¿Por qué negarlo?», se preguntó, cuando lo deseaba tanto.
-Dio, es tan grato estar contigo. No sabes lo que me haces, cara. Di que sí, Paula.
Durante meses, ella se había estado convenciendo de que se encontraría bien como madre soltera, pero en ese momento se preguntó si sería justo para su futuro hijo. Se le presentaba una elección; él le ofrecía matri­monio, y dos padres debían ser mejor que uno. Ade­más, lo amaba.
En vez del «sí» que temblaba en la punta de sus la­bios, Paula se oyó preguntar:
-¿Quién era la pelirroja?
-Natalie. La mujer de un primo mío americano. Su marido se hallaba en el Lejano Oriente de negocios y yo ocupé su lugar en la cena de beneficencia -expli­có-. Juro que solo en la cena.
Durante largo rato lo miró a los ojos y le creyó.
-En ese caso... -le rodeó el cuello con los brazos, instándolo a regresar junto a ella-. Sí, oh, sí -le pasó los dedos por el pelo negro y sus labios buscaron a cie­gas los de Pedro.
-Me has hecho el hombre más feliz del mundo - murmuró después del prolongado beso.
-El hombre más feliz... -susurró ella, flotando en una burbuja sensual-. ¿Estás seguro de que quieres casarte conmigo? -tenía que preguntarlo. Era como un sueño, y quería pellizcarse para cerciorarse de que era verdad.
-Nunca en la vida he deseado algo con más ardor, salvo quizá hacerte el amor esta noche, como debí ha­cerlo la primera vez. De forma prolongada y lenta, muy lenta.
-Suena estupendo -suspiró y apretó más las ma­nos detrás de su cabeza.
-No, aquí no... en el dormitorio -la alzó en bra­zos, la llevó escaleras arriba y sin titubear entró en el primer dormitorio que encontró. Un vistazo a la cama matrimonial y sintió ganas de depositarla allí. Pero se obligó a ponerla de pie.
Como si despertara de un sueño, Paula permaneció en el centro de la habitación y alzó los ojos. Pedro la sostenía por la cintura y en sus ojos ardía el deseo, pero cuando llevó las manos al bajo de su jersey, se quedó paralizada. De pronto fue muy consciente del cambio físico que se había operado en su cuerpo.
-No -susurró, agarrándole las manos-. No soy la misma -apoyó una mano en el torso de él-. Estoy gorda... mi cintura ha desaparecido -explicó roja de vergüenza.
Pedro quiso reír, pero tuvo la sensatez de no hacerlo.
     -No estás gorda, Paula, estás exuberante y llena con mi hijo. Nunca te había visto más hermosa -tomó la mano apoyada en su pecho y la condujo a la cama. Luego añadió-: Pero si estás nerviosa, puedes desves­tirme primero -la miró a los ojos mientras con rapidez se quitaba los zapatos y los calcetines, y después, irguiéndose, se desprendía con más lentitud de la corbata y desabrochaba los dos primeros botones de la cami­sa-. Ayúdame, Paula -pidió.
Fascinada, olvidó su propia vergüenza y, deslizando las manos pequeñas por el torso, con rapidez le desabo­tonó el resto de la camisa. Él se la quitó y Paula pasó las manos por el pecho bronceado con gran placer.
-Estás ardiendo -murmuró-. Y duro. Pedro estuvo a punto de soltar un gemido. No se equivocaba, estaba tan duro que creía que podría re­ventar. Pero aunque lo matara, se juró que iba a hacerlo bien. Sonrió.
-Y ahora los pantalones -instó.
Ella inclinó la cabeza y con los dedos se ocupó de la cintura, pero titubeó un segundo antes de bajar la cremallera, y con los nudillos le rozó la extensión rígi­da a través de la tela de los calzoncillos.
«Hay algo muy excitante y poderoso en desnudar a un hombre», pensó Paula mientras le deslizaba los pan­talones por las caderas; luego, poniéndose de rodillas, continuó por las largas piernas. Concentrada en su tarea, no vio la mueca de agonía en la cara de él cuando el ca­bello largo le rozó los muslos desnudos y la extensión dura de su erección, apenas cubierta por la seda negra.
Pedro se inclinó y la ayudó a ponerse de pie.
-Ya basta -musitó con voz ronca antes de besar­la-. No puedo esperar mucho más.
Mientras la besaba, metió la mano bajo el jersey y le acarició los pechos con experta ternura. Paula tembló y todo su cuerpo se llenó de calor. Con rapidez, él le sacó el jersey por la cabeza y volvió a reclamarle la boca.
Dio un paso atrás, se quitó los calzoncillos e intro­dujo las manos en la cintura elástica de las mallas de Paula, bajándoselas por las caderas.
-¿No llevas braguitas? -sonrió, pero se le nubla­ron los ojos al mirarla-. Hasta ahora no sabía lo her­mosa que podía ser una mujer -afirmó mientras le es­tudiaba abiertamente los pechos altos y firmes con las puntas rosadas duras, la suave protuberancia del estó­mago, las piernas largas y torneadas y los rizos claros en el centro de los muslos-. Eres la mujer más feme­nina que jamás he conocido -declaró con la respira­ción pesada.





Acá les dejo la maratón! Muchas gracias por su comentarios aca y en twitter (@AdaptadasPyP)! Espero que les guste :)

Capitulo 13

¡El bebé! Fue como una ducha de agua fría sobre piel recalentada. Lo empujó mientras trataba de sentarse.
Pedro se apartó, la ayudó a sentarse y le cubrió los pechos con el jersey.
-Me prometí que no me abalanzaría sobre ti, Paula, pero solo tengo que mirarte para desearte -reconoció con voz ronca-. Incluso con esta gloriosa barriguita -declaró con los ojos clavados en su estómago en arrobada fascinación-. No puedo esperar hasta que nos casemos y pueda cuidaros a los dos de forma apropiada -levantó la cabeza-. No te habré lastimado a ti o al bebé, ¿verdad?
-No, no, no lo has hecho -no podía mentirle, pero tampoco iba a dejar que la pisoteara. No lo había visto en cinco meses y regresaba a su vida para ofrecerle matrimonio como si le hiciera un favor-. En cuanto al matrimonio... no será necesario -soltó con rotundidad. No la deseaba a ella, únicamente estaba interesado en el bebé. Se puso de pie y la expresión de indignación desconcertada que vio en la cara de él bastó para provocarle ganas de reír-. Puedo arreglármelas sin tu noble gesto... soy perfectamente capaz de cuidar de mi propio hijo -comentó con dulzura-, ¿Te apetecería un café antes de marcharte? -ofreció.
Antes de que pudiera moverse, Pedro se puso de pie de un salto y la aferró de los hombros.
-¿De qué diablos estás hablando? ¿Noble? No soy noble... no tengo ni un solo hueso noble en el cuerpo.
-Creía que todos los «condes» eran nobles, o se suponía que lo eran -explicó con tono burlón. Él esbozó una sonrisa dura y cínica.
-De modo que eso es lo que te molesta... el que tenga un título. Debería haber imaginado que serías lo opuesto a la mayoría de las mujeres que conozco, a las que les encanta la idea -le apretó los hombros-. Jamás quise ni esperé tener un título... le correspondía a mi hermano por ser el primogénito. Pero hace tres años murió en un accidente náutico y el título recayó en mí. ¿De verdad crees que me gustó abandonar mi estilo de vida libre, trabajando en los mercados financieros mundiales, para ocuparme también de la carga del patrimonio familiar, para duplicar mi trabajo al igual que mi responsabilidad? -explicó con tono lóbrego-. El día que te conocí, fue la primera vez en tres años que me tomaba un fin de semana libre, y la primera vez que volvía a Desenzano desde la muerte de mi hermano.
-¿Por qué me cuentas todo esto ahora? -preguntó ella.
-Porque nada más verte, tan hermosa y despreocupada, decidí olvidar todo, brindarme unas vacaciones y tratar de llegar a conocerte. Sí, tienes razón en una cosa, debí haberte contado quién era, pero por una vez simplemente quise disfrutar; ¿tanto cuesta entenderlo?
Paula jamás había anhelado la riqueza. Disfrutaba de la vida, y mientras tuviera suficiente para salir adelante, era bastante feliz, pero podía comprender que una gran fortuna llevara aparejadas grandes responsabilidades.
-Sí, imagino que sí. Pero, ¿matrimonio? -eso era algo que se le escapaba. .
-Sí, Paula -la pegó al calor duro de su cuerpo-. Te casarás conmigo y tendrás a mi hijo. No he pasado los últimos meses volviéndome loco por un pequeño torbellino rubio para que ahora me rechaces -apoyó una mano en su vientre-. Eres mía, y este bebé es mío -susurró y sonrió.
Paula se preguntó cómo lo hacía. Un momento era un indignado macho depredador y al siguiente le sonreía con ternura.
-Sí -musitó, y en su confuso estado mental pensó que le preguntaba si el bebé era suyo.
Él se inclinó para perfilarle los labios con la lengua. Paula trató de permanecer rígida en su abrazo, pero el cuerpo se ablandó contra el duro calor de la sólida estructura de Pedro.
-Me deseas y yo te deseo; ¿qué más se puede decir? -susurró sobre los labios de ella; se los volvió a mordisquear y con la lengua penetró en su boca, en un ritmo que provocó un gemido de Paula.
-Pedro -jadeó desvalida, aunque retuvo el suficiente sentido común como para saber que intentaba seducirla adrede.
La sintió temblar y le encantó la reacción.
-Me has llamado Pedro; no has olvidado -deseó tomarla allí mismo, ya que su cuerpo gritaba pidiendo liberación. Pero respiró hondo y la apartó-. Quizá me viniera bien beber algo, pero no café... necesito una copa -indicó.
Paula percibió el leve humor en su voz y sonrió.
-Creo que puedo ofrecértela. Queda media botella de whisky de la Navidad. Siéntate que iré a buscarla.
Necesitaba poner cierta distancia entre ellos. Él tenía razón en que lo deseaba. Mientras entraba en la cocina reconoció que era el hombre al que amaba. Si quería ser sincera consigo misma, el sorprendente ofrecimiento de matrimonio de Pedro era más de lo que jamás había esperado, y resultaba muy tentador. Abrió un armario y extrajo la botella con el néctar ambarino.
Unos minutos más tarde regresaba al salón con una bandeja en la que llevaba una copa con whisky y otra con leche. Pedro se hallaba junto a la repisa, mirando la foto de una pareja que se rodeaba con los brazos.
-¿Tus padres? -preguntó-. Nunca se me ocurrió preguntarlo... ¿dónde están?
-Los dos muertos -musitó.
-De modo que estás sola en el mundo -declaró con voz sombría. De una zancada se situó junto a ella, le quitó la bandeja de las manos y la depositó sobre la mesita de centro. Se irguió y le entregó el vaso de leche-. En tu condición, no deberías cargar nada.
-No estoy enferma, solo embarazada -repuso con sequedad-. Sigo trabajando -añadió antes de sentarse en un sillón con un suspiro. También estaba cansada y emocionalmente confusa, pero no tenía intención de contárselo. Bebió un buen trago del líquido cremoso.
-¡Sigues trabajando! -exclamó, y la miró como si estuviera loca-. Se acabó -vació la copa de whisky de un trago, la dejó con fuerza sobre la mesa y se volvió para observarla ceñudo. Había volado a Inglaterra airado, sin saber muy bien qué iba a hacer con Paula, pero le había bastado mirarla para pedirle que se casara con él. Lo dejaba consternado saber que se hallaba sola en el mundo, y también le recalcaba lo poco que sabía de ella. Decidió que todo eso debía cambiar-. Si no recuerdo mal, ibas a trabajar como química investigadora. Eso se acabó. Bajo ningún concepto puedes estar cerca de un laboratorio... podrías contagiarte cualquier cosa, provocarle un daño incalculable a nuestro hijo.