No confiaba en él, pero estaban igualados en ese sentido. Sin embargo, tenían una hija en común y no dudaba del amor que él sentía por Annalou; en las breves veinticuatro horas que llevaban juntos, el lazo existente entre padre e hija era evidente. Si Paula quena conservar a la pequeña y ofrecerle el hogar feliz que se merecía, quizá lo mejor para conseguirlo era reconciliarse con Pedro. Cerró con sigilo y regresó al dormitorio. Estaba demasiado agotada para tomar la decisión en ese momento. Se metió en la cama y a los pocos segundos se quedó dormida.
Las pestañas de Paula aletearon y la cabeza le cayó sobre la almohada, al desaparecer el cálido apoyo. Frunció el ceño; podía oír voces e instintivamente pasó las piernas sobre piel suave, reacia a despertar. Se acurrucó más contra un muslo de hombre... ¡de hombre excitado! Abrió los ojos y se incorporó con brusquedad.
-¡Qué diablos! -exclamó; el otro lado de la cama estaba ocupado.
-Buon giorno, signora -Anna depositaba una bandeja con café y dos tazas en la mesita de noche.
Pedro se hallaba en su cama, apoyado sobre las almohadas, y si Paula no se equivocaba, completamente desnudo. Apartó los ojos de él y volvió a clavarlos en Anna, y con rapidez se trasladó al borde de la cama.
-Gracias por el café, pero, ¿dónde está Annalou? -quiso saber.
-Tranquila, Anna -indicó Pedro-. Yo se lo explicaré.
Furiosa, pensó que una de las cosas que tenía que explicarle era qué hacía en su cama.
-Relájate. Se me ha informado que nuestra hija está lavada y vestida, y en este momento desayunando en la cocina. Al parecer está encantada con el gato de la casa.
La voz profunda, aún con vestigios de sueño, fue como una caricia. Todo el cuerpo de ella se ruborizó. Desvió la vista, ya que recordó la sensación de sus duros muslos momentos atrás. Tragó saliva y soltó lo primero que se le ocurrió.
-¿Por qué ha traído Ana tu café? Siempre solía hacerlo Aldo.
Él esbozó una sonrisa cínica.
-Se me ocurrió que quizá fui un poco insensible hace tres años, cuando eras una recién casada y compartías cama con un hombre por primera vez, hacer que otro hombre te despertara. Yo estaba acostumbrado a Aldo, pero recuerdo que tú solías ruborizarte y meterte bajo las sábanas.
-Tienes razón -por un momento se sintió conmovida de que se hubiera dado cuenta de su incomodidad, aunque fuera con tres años de retraso.
-Claro que apenas importa ahora. Pero ya lo había preparado antes de ir a Inglaterra y descubrir la vida que habías llevado allí.
-Era mucho mejor que la que llevé aquí -espetó, y se levantó de la cama antes de plantarle cara-. Y quizá ahora puedas explicarme qué crees que haces en mi cama.
-«Nuestra» cama, Paula.
-Es fantástico, viniendo de ti. Cuando estábamos casados, te faltaba tiempo para levantarte de ella -soltó con sarcasmo. Todavía le dolía, tres años después.
-Si no recuerdo mal, tu nunca te quejaste... nuestra prioridad era la seguridad del bebé no nacido -la miró con curiosidad, como si ella acabara de darle la respuesta que había estado buscando-. No sabía que te importara.
-Y no me importaba -movió la cabeza. Él era demasiado astuto y se sentía molesta consigo misma por lo que había estado a punto de revelar-. Serviré el café antes de que se enfríe -musitó. Al terminar, respiró hondo y se volvió para entregarle un plato con una taza.
Él la aceptó y bebió un sorbo, luego la dejó en la mesita. Se reclinó y la observó con una expresión impasible que la puso nerviosa.
-La última vez que estuviste aquí, compartimos cama durante unas semanas, y luego el médico prohibió el sexo. Me fui a un dormitorio separado porque te deseaba con un apetito y una pasión que era incapaz de controlar. No confiaba en mí para no hacerte el amor. Solo tenías que tocarme, que sonreírme, y todo lo demás desaparecía bajo el impulso irresistible de tenerte.
Ella se quedó boquiabierta por la sorpresa, pero no supo si de verdad creerle. Se mordió el labio.
-Sí, bueno -comentó, y se bebió todo el café. La conversación se volvía demasiado personal y no quería llegar a eso...
Él se estiró en todo su poderío.
-Sabes que es verdad -afirmó-. Lo demostraste en una ocasión memorable cuando me diste la liberación que ansiaba, pero luego me sentí culpable, menos hombre, porque en ese momento no podía hacerte lo mismo. Pero ahora no existen esas restricciones y, si la otra noche nos sirve de pauta, estás desesperada. Es evidente que me deseas tanto como yo a ti.
Paula apretó los dientes y posó la taza con fuerza sobre la mesa. Se juró que no iba a tragarse el anzuelo que le ofrecía y contó mentalmente hasta diez.
-No lo niegas. Eres muy sensata -instó Pedro.
Paula no pudo contenerse más.
-Supongo que ahora vas a decirme que me amabas a mí y no a Micaela.
-No -esbozó una sonrisa burlona-. En el pasado jamás confiaste en mí. ¿Por qué iba a ser diferente ahora? En cuanto al amor... no entra en el cuadro -su expresión se endureció-. La primera vez que hicimos el amor o tuvimos sexo, lo que prefieras, me volviste loco, y sigues haciéndolo. Esta vez vamos a compartir una cama, y disfrutaremos el uno del otro hasta que la pasión desaparezca. Será diversión sin consecuencias -rió sin humor-. Puedes dar la impresión de ser inocente, pero los dos sabemos que ya eres una mujer experimentada. ¿Cuántos ha habido aparte de Tom? Paula cerró los puños dominada por la furia.
-Tú...
-No, no respondas a eso -alzó una mano-. No hablaremos del pasado... basta con que Tom esté muerto -le recordó con brutalidad-. Y tú y yo muy vivos.
-No puedes hablar en serio -dijo al ver su expresión implacable.
-Muy en serio, mía cara -su voz burlona reverberó en el tenso silencio. Sacó las piernas largas por el costado de la cama y se levantó, impasible ante su propia desnudez.
«No es justo», pensó ella con impotencia al ver cómo el cuerpo desnudo de Pedro podía excitarla; se sintió avergonzada de su debilidad. No titubeó. Corrió al cuarto de baño y echó el cerrojo a su espalda, con el corazón martilleándole en el pecho.
No se atrevió a salir hasta media hora después. Duchada y con un albornoz blanco, se asomó con cautela al dormitorio, pero estaba vacío. En cuestión de minutos se puso un vestido azul de verano, se calzó unas sandalias, y fue a buscar a su hija.
Lo que vio al bajar las escaleras le provocó una sonrisa renuente en los labios. Pedro se hallaba sobre manos y rodillas y Annalou montada en su espalda, con las manitas diminutas cerradas sobre su cabello mientras gritaba:
-Más rápido, más rápido, papá. Cuando Paula llegó al último escalón, Pedro se detuvo a sus pies y alzó la cabeza.
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